“El Faro, Quirófano al Noreste”, Astrid Fugellie Gezan. Editorial Cuarto
Propio. Poesía. Santiago de Chile, 2017.
Este libro de
poemas de Astrid Fugellie nos sitúa en la voz de la conciencia de una mujer que
viaja sobre una camilla de hospital, entre los bordes temporales y materiales
de su vida y de su muerte. Emparentada con La
amortajada, o cercana a una escritura in
extremis como la de Enrique Lihn, Gonzalo Millán o Jorge Torres en nuestra
tradición más cercana, este libro es, sin embargo, lo que Baudelaire llamaría –y ahí su diferencia– el testimonio
de una convaleciente que vuelve de las sombras de la muerte y que, a punto de
olvidarlo todo, recuerda todo con ardor.
Dentro de un cuerpo-andamiaje, desde una veta fría y voceante, la
hablante de estos poemas enfrenta el residuo y la ruina de su cuerpo, de su
lengua y de su vida. Un viaje situado y anclado en el invierno de 2008, que retrocede
y avanza a la primavera del 73, al verano del 50, a la sombra y el golpe del
nacimiento, a la grieta que deviene cicatriz, y a las señales omnipresentes de
la violencia. También a la luz del nacimiento y al haz de luz sobre un bisturí:
herida y corte, extremos ambos del nacimiento y el cuerpo del poema.
En la conciencia del viaje y el residuo del periplo, la hablante de El Faro… encuentra y reconoce –a pesar de la sombra, el caos y la oscuridad misma del
viaje– un soplo de vida, la fuerza creativa y su irradiación.
Es la luz de la escritura, el eje del mapa, la diferencia entre el vivir y el
morir, la poesía que deviene en canto. Canto de ritmo –claro– pero también canto
de borde al que aferrarse. Y no desde una imaginada plenitud, sino –y esta es
su lucidez más salvaje– desde el ciclo
natural de sus enfermedades y cicatrices. Porque todo forma parte de ese canto
de ritmo y de borde: los amores perdidos, los viejos roles y la lengua vieja, las
promesas incumplidas, los sueños nacionales, el detritus de la alta cultura de occidente,
la memoria maleable, la ciudad y el circo y la metáfora fílmica, el golpe y los
zarpazos y las eternas “moraduras” –moraduras
de contusiones y de lugares–. En el vivir esa
dualidad entre el post-golpe, la sangre cuajada, y el goce vital y resistente
capaz de mancharle la superficie al dolor, está la mirada de estos poemas. Sus
hechos profundos están en el aferrarse a la vida con un canto feroz de
resistencia y de conciencia; en el rechazo a la historia de la muerte –y no a su
ciclo natural–; en el tener a la lectura por compañera; y en el fundar
un epílogo donde los extremos que van desde la afasia a la risa, se hacen uno en
un faro que a su vez se hace verbo.
En la ya vasta y
excelente obra de Astrid Fugellie, podríamos leer y pensar este libro desde lo
que para Gourgouris representa el estilo tardío; es decir, aquellas obras donde
hallamos la deconstrucción de un yo que, desde ese precario reino del exilio
–el de una mujer en una camilla, a punto de morir–, se desafía a
sí mismo y a sus lectores, a hallar las debilidades del presente, los
paliativos del pasado y la búsqueda del futuro. O como lo tardío al decir de
Said y Adorno; esto es, no como armonía ni resolución, sino como dificultad y
contradicción: sobrevivir más allá, realzar y dramatizar lo irreconciliable y la
dificultad de lo incomprensible. Y seguir.
Hay una búsqueda
y una apuesta total y personal en estos poemas. Pero también hay más: lenguas y
márgenes, intersticios y cuerpo, son también lenguas, márgenes e intersticios del
cuerpo marcado y golpeado de las p/matrias chilenas. Y canto de alegoría y de
experiencia. Vaivén entre lo íntimo y lo plural, y lo personal y lo múltiple. Señal
de ruta para hacer de este viaje de lectura por los bordes, la arqueología y la
genealogía de nuestras cicatrices y nuestras memorias. Más que por refundar, Astrid
Fugellie apuesta –mucho más lúcidamente– por problematizar
nuestras lenguas. Y por salir, por luz y por la luz de la escritura –intensa y
hermosa por cierta y honda la suya–, hasta hallar esas
lenguas que, desde la resistencia y la conciencia, permitan el renacimiento y
el canto.
Christian Formoso