a René—Guy Cadou (1920-1951)
Poeta de nombre claro como un guijarro en medio de la corriente
reunías palabras que eran pedernales
de donde nace un fuego que no es olvidado.
René-Guy Cadou, amigo del tonelero, el cartero, el aduanero y
el contrabandista,
vivías en una aldea de seiscientos habitantes.
Allí eras profesor rural,
el peso del olor del jardín vecino sofocaba la sala de clases
como a la sala de clases donde tu padre había sido maestro.
Te gustaba hablar con la gente de cara parecida a ollas de greda,
caminar descalzo,
ver jugar a las cartas en la taberna.
En la noche a la luz de un fuego de espino
abrías un libro mientras Helena cosía
(“Helena como una gota de rocío en tu vaso”).
Tenías un poeta preferido para cada estación:
en otoño era Verlaine, la primavera te traía todas las rosas
de Ronsard,
el invierno llegaba con el chirriar del carruaje del Grand Meaulnes
y la estación violenta
el ruido de espadas entrechocándose en una posada de
Alejandro Dumas.
Tú nunca estabas solo,
te iluminaba el recuerdo de tu padre volviendo de caza en
el invierno
Y mientras tus amigos iban al Café,
a la Brasserie Lipp o al Deux Magots,
tú subías a tu cuarto
y te enfrentabas al Rostro radiante.
En la proa de tu barco
te asomabas a ver los caminos de tu país de hadas y pantanos,
caminos trazados como las líneas de un cuaderno de copia.
Tus palabras llegaban
como pájaros que saben que siempre hay una ventana abierta
al fin del mundo.
Y los poemas se encendían como girasoles
nacidos de tu corazón profundo y secreto,
rescatados de la nostalgia,
la única realidad.
Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo
que nos desborda,
que no significa nada si no permite a los hombres acercarse
y conocerse.
La poesía debe ser una moneda cotidiana
y debe estar sobre todas las mesas
como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos
del domingo.
Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente
a los árboles,
que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a
los mercados a la moda,
que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas,
ni el pobre humor de los que quieren llamar la atención
con bromas de payasos pretenciosos
y que de nada sirven
los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada
que decir.
La poesía
es un respirar en paz
para que los demás respiren,
un poema es un pan fresco,
un cesto de mimbre.
Un poema
debe ser leído por amigos desconocidos
en trenes que siempre se atrasan,
o bajo los castaños de las plazas aldeanas.
Pocos saben aquí lo que es un poema,
pocos han puesto su cara al viento en medio de un trigal;
pocos saben lo que es un poeta
y cómo debe morir un poeta.
Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda
la primavera
mirando un cesto con manzanas.
“He visto morir a un príncipe”
dijo uno de tus amigos.
Y este Primero de Noviembre
cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo
pienso en tu serena y ruda fe
que se puede comprender
como a una pequeña iglesia azul de pueblo
donde hay un párroco que no pide sino compartir su pan.
Tú hablabas con tu Dios
como al pobre hijo de un carpintero,
pues también sabías que se crucifica todos los días a un poeta
(Jesús tenía treinta y tres años,
Jean Arthur también era Cristo
crucificado a los treinta y siete).
Pero a ti no te importaba que te escupieran la cara o te olvidaran
porque como tú lo decías, nadie puede impedir a un pájaro que
cante en la más alta cima,
y el poeta derribado
es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque.
Jorge Teillier. En Muertes y maravillas, 1971.