miércoles, 30 de septiembre de 2015

Círculos que trascienden la muerte


Por Gonzalo Robles Fantini

Discurso de presentación del poemario Libro del Mal Morir, de Astrid Fugellie Gezan, en el Espacio Estravagario de la Fundación Neruda, Santiago de Chile.


La primera vez que visité a Astrid, transcurrido un tiempo desde que leyera sus libros más recientes, me fijé que, frente a la puerta de entrada de su departamento, tenía pegada una pequeña cartulina con un motivo religioso. Rato después, conversando más distendidos, le conté que yo era agnóstico, a lo que ella me respondió que, en ese sentido, era como el escritor mexicano Carlos Fuentes, quien en una ocasión dijera: “Soy agnóstico pero creo en la Virgen de Guadalupe”.

Por cierto, más allá de cualquier estilo pechoño, los chilenos tenemos arraigada una cultura católica en nuestro inconsciente. Y Astrid también en su imaginario poético. Las alusiones a la religión o bien a las creencias profanas populares son una constante en su obra. En este sentido, destaca desde el título mismo el poema Homilía, una oración en cantos a los muertos que viven entre la gente, difuntos de los cuales la poeta no escapa, y hay una paráfrasis nietzscheana en los versos “Las Iglesias omiten decir:/ -muerto ha dios”.

Ahora bien, estas alusiones no son siempre de corte litúrgico. Si en Los Círculos hay referencias a la cosmogonía religiosa de los pueblos originarios, tanto en La Generación de las Palomas como en el Libro del Mal Morir hay un poema en el cual Astrid trabaja con la materia de La leyenda de la Noche de San Juan.

En La Generación de las Palomas, el poema La violentada posee un sujeto poético que clama por un ultraje ontológico. En cambio, en el presente poemario, el poema La Noche de la Santa Juana atisba la voz de una mujer que, despreocupada de la superstición, agradece la aparición de un hombre amarillo, “un sacristán hermoso,/ mozo que, más acá o más allá/ de la suerte, me enseñó a bailar/ un tango delirante bajo la noche”.

Esta obra que hoy presentamos viene a ser un eslabón más del cuerpo poético de Astrid, en la cual persisten referentes simbólicos con antecedentes en libros anteriores. Ya desde un principio, en su Arte poética, el Libro del Mal Morir enuncia los significantes recurrentes de esta poeta: los sótanos; los Círculos violentos; jornadas de renglones y silencios; Generación diezmada de palomas, - en este poemario- calor de amigos muertos; la jerga a pie de página; desaliento de un mi-dios- con minúscula y en singular-, así como la gracia de algún sueño- recordemos el libro de Astrid, Dioses del sueño.

Y estos símbolos también aparecen en el presente poemario, aunque sea de forma sutil. En el poema El carrusel, una evocación nostálgica a la infancia en Punta Arenas, Astrid emplea la imagen de los círculos como un retorno a la niñez, donde “cautivos rodamos, viramos/ en la intemperie, somos un reloj di- vagando en/ las clausuras…”, máquina del tiempo que recuerda La pieza oscura, de Enrique Lhin.

Libro del Mal Morir, con la palabra “Mal” tarjada, pues Astrid no es quién para sentenciar el buen o el mal morir. Pero está latente el calor de amigos muertos, que la acompañan y asoman por sus páginas, como la figura de Ramiro, esposo de Astrid, quien lanzara El vaticinio, nombre de uno de los poemas, de que “-nos/ enterrarán en la misma tumba, hoja roja, azahar caído”, para finalmente la poeta lamentarse de que: “Hay alianzas en/ las que dios no posa los ojos”.

Otras muertes también pululan por estos versos, como el deceso de la inocencia en La niña rota, o bien la de Malena, hija nonata de Astrid, quien inspira los poemas del capítulo de este libro titulado Los penitenciales, y la figura de esta niña fallecida es un sujeto en el cual Astrid se encarna, recurso que la poeta también emplea en el poema El jardín de las infancias, donde apela a ella llamándola por su nombre, en un diálogo consigo misma y con su hija perdida.

El poema antes mencionado pertenece al capítulo El residuo de las pérdidas, un canto elegíaco donde Astrid reflexiona y lamenta aquellas carencias producto del morir. La poeta retoma los versos a su fallecido esposo, en este convivir con la muerte, como en el poema El penador de las penas, cuyo contraste es notable al encabalgar la quejumbre y el luto con la métrica de la cueca. Mas esta convivencia con el inframundo no siempre es luctuosa: la calidez de los muertos acompaña en la nostalgia del cariño, como en el poema La fábula del molino negro, donde “los arlequines ocultos tras/ la amanecida”, “no se van aunque hayas muerto”, y se les oye cantar: “…Molino de viento / Molino de aliento / Molino de cuento…”, evocando al maravilloso Vicente Huidobro.

La poesía de Astrid, inserta en la tradición literaria chilena y tan autobiográfica en esta obra, perpetúa símbolos semánticos y un estilo característico, triunfa sobre el buen o el mal morir.


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