Por Gonzalo Robles
Fantini
Discurso
de presentación del poemario Libro del
Mal Morir, de Astrid Fugellie Gezan, en el Espacio Estravagario de la
Fundación Neruda, Santiago de Chile.
La
primera vez que visité a Astrid, transcurrido un tiempo desde que leyera sus
libros más recientes, me fijé que, frente a la puerta de entrada de su
departamento, tenía pegada una pequeña cartulina con un motivo religioso. Rato
después, conversando más distendidos, le conté que yo era agnóstico, a lo que
ella me respondió que, en ese sentido, era como el escritor mexicano Carlos
Fuentes, quien en una ocasión dijera: “Soy
agnóstico pero creo en la Virgen de Guadalupe”.
Por
cierto, más allá de cualquier estilo pechoño, los chilenos tenemos arraigada
una cultura católica en nuestro inconsciente. Y Astrid también en su imaginario
poético. Las alusiones a la religión o bien a las creencias profanas populares
son una constante en su obra. En este sentido, destaca desde el título mismo el
poema Homilía, una oración en cantos
a los muertos que viven entre la gente, difuntos de los cuales la poeta no
escapa, y hay una paráfrasis nietzscheana en los versos “Las Iglesias omiten decir:/ -muerto ha dios”.
Ahora
bien, estas alusiones no son siempre de corte litúrgico. Si en Los Círculos hay referencias a la
cosmogonía religiosa de los pueblos originarios, tanto en La Generación de las Palomas como en el Libro del Mal Morir hay un poema en el cual Astrid trabaja con la materia
de La leyenda de la Noche de San Juan.
En
La Generación de las Palomas, el
poema La violentada posee un sujeto
poético que clama por un ultraje ontológico. En cambio, en el presente
poemario, el poema La Noche de la Santa Juana atisba la voz
de una mujer que, despreocupada de la superstición, agradece la aparición de un
hombre amarillo, “un sacristán hermoso,/ mozo que, más acá o
más allá/ de la suerte, me enseñó a bailar/ un tango delirante bajo la noche”.
Esta
obra que hoy presentamos viene a ser un eslabón más del cuerpo poético de
Astrid, en la cual persisten referentes simbólicos con antecedentes en libros
anteriores. Ya desde un principio, en su Arte
poética, el Libro del Mal Morir
enuncia los significantes recurrentes de esta poeta: los sótanos; los Círculos
violentos; jornadas de renglones y
silencios; Generación diezmada de
palomas, - en este poemario- calor de
amigos muertos; la jerga a pie de
página; desaliento de un mi-dios-
con minúscula y en singular-, así como la
gracia de algún sueño- recordemos el libro de Astrid, Dioses del sueño.
Y
estos símbolos también aparecen en el presente poemario, aunque sea de forma
sutil. En el poema El carrusel, una
evocación nostálgica a la infancia en Punta Arenas, Astrid emplea la imagen de
los círculos como un retorno a la niñez, donde “cautivos rodamos, viramos/ en la intemperie, somos un reloj di- vagando
en/ las clausuras…”, máquina del tiempo que recuerda La pieza oscura, de Enrique Lhin.
Libro del Mal Morir, con la palabra “Mal” tarjada, pues Astrid no es quién
para sentenciar el buen o el mal morir. Pero está latente el calor de amigos muertos, que la
acompañan y asoman por sus páginas, como la figura de Ramiro, esposo de Astrid,
quien lanzara El vaticinio, nombre de
uno de los poemas, de que “-nos/
enterrarán en la misma tumba, hoja roja, azahar caído”, para finalmente la
poeta lamentarse de que: “Hay alianzas
en/ las que dios no posa los ojos”.
Otras
muertes también pululan por estos versos, como el deceso de la inocencia en La niña rota, o bien la de Malena, hija
nonata de Astrid, quien inspira los poemas del capítulo de este libro titulado Los penitenciales, y la figura de esta
niña fallecida es un sujeto en el cual Astrid se encarna, recurso que la poeta
también emplea en el poema El jardín de
las infancias, donde apela a ella llamándola por su nombre, en un diálogo
consigo misma y con su hija perdida.
El
poema antes mencionado pertenece al capítulo El residuo de las pérdidas, un canto elegíaco donde Astrid
reflexiona y lamenta aquellas carencias producto del morir. La poeta retoma los
versos a su fallecido esposo, en este convivir con la muerte, como en el poema El penador de las penas, cuyo contraste
es notable al encabalgar la quejumbre y el luto con la métrica de la cueca. Mas
esta convivencia con el inframundo no siempre es luctuosa: la calidez de los
muertos acompaña en la nostalgia del cariño, como en el poema La fábula del molino negro, donde “los arlequines ocultos tras/ la amanecida”,
“no se van aunque hayas muerto”, y se
les oye cantar: “…Molino de viento / Molino
de aliento / Molino de cuento…”, evocando al maravilloso Vicente Huidobro.
La
poesía de Astrid, inserta en la tradición literaria chilena y tan
autobiográfica en esta obra, perpetúa símbolos semánticos y un estilo característico,
triunfa sobre el buen o el mal morir.
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